Su nuevo trabajo, con él llega la vuelta del gran Chazelle al mundo de la música, el espectáculo y las historias de Hollywood. En este caso, nos narra la historia de un par de estrellas rutilantes del cine mudo -a las que dan vida Margot Robbie y Brad Pitt, que se ven enfrentados a los problemas que les provoca el cambio al cine sonoro con todo lo que esto va a suponer para sus carreras y su forma de realizar su trabajo.
La película tiene dos partes bastante bien diferenciadas. En su primera hora y media, más o menos, asistimos al jolgorio y la desmesura. Ahí vemos una fiesta de unos treinta y cinco minutos donde Chazelle se luce como nadie con la cámara -planos secuencia, movimientos imposibles, juego con los desenfoques, etc.- y se nos muestra el mundo de excesos, drogas, libertinaje y sexo desenfrenado en que vivían muchas de las estrellas que copaban las portadas durante el periodo silente del cine. Y que continua, de alguna forma, en un rodaje de una película muda, que se produce justo después, donde vemos a muchos de los actores ir sin haber dormido, drogados y completamente pasados de frenada. Toda esta primera mitad de la cinta tiene un ritmo absolutamente frenético y endiablado y nos enseña algunas de las miserias de Hollywood, aunque siempre desde un tratamiento más de humor negro que dramático, haciendo que el espectador este dentro completamente de lo que propone la cinta sin ningún tipo de esfuerzo.
Pero, obviamente, Chazelle no solo quería contarnos una historia de fiestas y de rodajes caóticos, surrealistas y desenfrenados. Chazelle quiere contarnos prácticamente la caída de un imperio. Un cambio de paradigma. Y es ahí donde entra la segunda hora y media de película.
En esta segunda mitad de la cinta a lo que vamos a asistir -valga la redundancia- es a la caída del “imperio silente” contra el nuevo rey, el cine sonoro. Y para asistir a esa caída la película se va a agarrar, trazando una parábola, a la caída de las propias estrellas de un Hollywood que vivía en la abundancia y que ahora tiene que adaptarse, o morir en el intento. Esta segunda parte es, obviamente, mucho más dramática que la primera. También más seria, madura y, en ocasiones, cruel con sus personajes. Es por esto que tengo la sensación que puede que esta segunda parte no conecte con todos los espectadores que estaban subidos a la nube de diversión y desenfreno de la primera mitad y que, al igual que a los personajes, han bajado de ella de un derechazo en la mandíbula.
Para entrar en Babylon y abrazarla al completo debemos asumir que estamos realmente ante una historia de las sombras de Hollywood. De juguetes rotos. Y de los muertos que la industria ha ido metiendo bajo la alfombra siempre para seguir con su “Show must go on” particular. Por lo tanto, no esperéis aquí algo como “La la land” -película a la que vemos alguna referencia, con un Chazelle auto citándose que me encanta-, que tocaba las sombras de forma mucho más superficial. Aquí estamos ante un descenso a los infiernos claro y evidente que recuerda casi más al tono de decadencia que mete Darren Aronofsky a sus personajes, que al tono que solía manejar Chazelle antes de esta cinta.
Sinceramente, creo que “Babylon” es una enorme película. Y, al mismo tiempo, soy consciente de que es una película que va a provocar división y debate. Cuando estamos ante una película que se mueve tan claramente en los extremos. Que tiene los cambios de tono y forma que ésta y que golpea tan duro a sus personajes, es lógico que todos podamos sentirnos confusos y/o a disgusto con lo que tenemos en la pantalla.
La película tiene dos partes bastante bien diferenciadas. En su primera hora y media, más o menos, asistimos al jolgorio y la desmesura. Ahí vemos una fiesta de unos treinta y cinco minutos donde Chazelle se luce como nadie con la cámara -planos secuencia, movimientos imposibles, juego con los desenfoques, etc.- y se nos muestra el mundo de excesos, drogas, libertinaje y sexo desenfrenado en que vivían muchas de las estrellas que copaban las portadas durante el periodo silente del cine. Y que continua, de alguna forma, en un rodaje de una película muda, que se produce justo después, donde vemos a muchos de los actores ir sin haber dormido, drogados y completamente pasados de frenada. Toda esta primera mitad de la cinta tiene un ritmo absolutamente frenético y endiablado y nos enseña algunas de las miserias de Hollywood, aunque siempre desde un tratamiento más de humor negro que dramático, haciendo que el espectador este dentro completamente de lo que propone la cinta sin ningún tipo de esfuerzo.
Pero, obviamente, Chazelle no solo quería contarnos una historia de fiestas y de rodajes caóticos, surrealistas y desenfrenados. Chazelle quiere contarnos prácticamente la caída de un imperio. Un cambio de paradigma. Y es ahí donde entra la segunda hora y media de película.
En esta segunda mitad de la cinta a lo que vamos a asistir -valga la redundancia- es a la caída del “imperio silente” contra el nuevo rey, el cine sonoro. Y para asistir a esa caída la película se va a agarrar, trazando una parábola, a la caída de las propias estrellas de un Hollywood que vivía en la abundancia y que ahora tiene que adaptarse, o morir en el intento. Esta segunda parte es, obviamente, mucho más dramática que la primera. También más seria, madura y, en ocasiones, cruel con sus personajes. Es por esto que tengo la sensación que puede que esta segunda parte no conecte con todos los espectadores que estaban subidos a la nube de diversión y desenfreno de la primera mitad y que, al igual que a los personajes, han bajado de ella de un derechazo en la mandíbula.
Para entrar en Babylon y abrazarla al completo debemos asumir que estamos realmente ante una historia de las sombras de Hollywood. De juguetes rotos. Y de los muertos que la industria ha ido metiendo bajo la alfombra siempre para seguir con su “Show must go on” particular. Por lo tanto, no esperéis aquí algo como “La la land” -película a la que vemos alguna referencia, con un Chazelle auto citándose que me encanta-, que tocaba las sombras de forma mucho más superficial. Aquí estamos ante un descenso a los infiernos claro y evidente que recuerda casi más al tono de decadencia que mete Darren Aronofsky a sus personajes, que al tono que solía manejar Chazelle antes de esta cinta.
Sinceramente, creo que “Babylon” es una enorme película. Y, al mismo tiempo, soy consciente de que es una película que va a provocar división y debate. Cuando estamos ante una película que se mueve tan claramente en los extremos. Que tiene los cambios de tono y forma que ésta y que golpea tan duro a sus personajes, es lógico que todos podamos sentirnos confusos y/o a disgusto con lo que tenemos en la pantalla.
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